La minería y el desarrollo sustentable
Pensar la democracia es intentar desnaturalizarla, es decir, abordarla no como algo dado de una vez y para siempre sino como una continua invención capaz de redefinir sus condiciones históricas y el horizonte de sus posibilidades. Pero también es penetrar en sus contradicciones, conflictos y tensiones no resueltas, esas mismas que hoy se despliegan en el interior de ese otro magma de la vida contemporánea que es el mercado, la economía global y su forma actual que es el capitalismo financiero.
La democracia, que recorrió un largo camino desde su alborada griega, hoy se encuentra ante los límites del liberalismo, ideología que, una vez desplazados los modos totalitarios encarnados por el nazismo y el estalinismo, se enfrenta ante una profunda crisis que arrastra consigo su gran invención: el individuo imaginado como sujeto de su propia libertad mientras queda atrapado en la alienación mercadolátrica. En todo caso, la bancarrota económica de países como Grecia y España ponen en evidencia no apenas los problemas del paradigma de acumulación y valorización financiera del neoliberalismo, sino que desnudan las carencias del individuo en el interior de una sociedad dominada por el consumismo y el egoísmo; carencias que lo dejan inerme ante la tempestad desatada por las fuerzas indescifrables, para ese individuo autofestejado y socialmente fragmentado, del mercado global que terminan por poner en evidencia la fragilidad de su supuesta libertad allí donde queda desnutrido de palabras e ideas para revertir la catástrofe social a la que ha sido arrastrado por el “anarcocapitalismo financiero”. Una sociedad construida bajo las premisas de la objetualización y la rentabilización de todas las esferas de la vida, que no ha podido parir otra realidad que la de la sumisión del individuo a las fuerzas inescrutables de la economía-mundo, tiene como consecuencia necesaria la profunda despolitización de esa misma sociedad que equivale, esto también hay que señalarlo, al vaciamiento de la democracia que hace pareja, desde sus orígenes, con la política entendida como la lengua que se hace cargo de lo no resuelto y del conflicto en el interior de las relaciones sociales.
Por eso entre nosotros, y pienso en Argentina y en otros países sudamericanos, la salida, todavía incipiente y contradictoria, de la brutal dominación del capitalismo neoliberal se dio bajo la forma de la repolitización de nuestras sociedades. En una época en la que nada parecía torcer el rumbo triunfante del economicismo hegemónico de matriz especulativo-financiera reapareció, bajo las condiciones del retorno de lo social popular, la conjunción entre democracia y política; una conjunción que no anula ni oculta los conflictos en el interior de las sociedades sino que los procesa políticamente bajo el paradigma de otra concepción de los sujetos sociales, de la esfera pública, del rol del Estado y de los derechos de cada uno de los que integra la vida en común. La democracia, siguiendo esta perspectiva, condensa pluralidad y diversidad de intereses, visiones, concepciones, experiencias, tradiciones y prácticas que en su entrelazamiento no dejan de evidenciar sus problemas no resueltos y sus contradicciones.
Uno de los puntos nodales, al menos para países como los nuestros que se enfrentan a la imperiosa necesidad de reducir los índices de desigualdad y pobreza, es encontrar el difícil equilibrio entre políticas de desarrollo y crecimiento económico (que incluye industrialización, tecnologías innovadoras y nuevas formas de extracción de las riquezas naturales) y esa doble dimensión que articula la sustentabilidad medioambiental con los derechos históricos de los pueblos a continuar con sus estilos de vida, formas productivas e identidades culturales que en más de una ocasión chocan con la lógica del desarrollo. Democracia, entre otras cosas, es ese movimiento complejo y abigarrado que tensiona todas estas dimensiones pero bajo la matriz innegociable de la soberanía popular a la hora de determinar qué políticas, para qué y para quiénes.
2. Los tiempos de la política se cruzan, lo sabemos y no podría ser de otro modo en una sociedad absolutamente atravesada y saturada por los lenguajes comunicacionales, con los del periodismo. A veces porque lo ocurrido tiene, de por sí, una dimensión que no puede ser ignorada por los medios de comunicación; otras porque son esos mismos medios los que se apropian de un acontecimiento y lo convierten en el centro de su cotidiano machacar hasta hacer de algo menor el centro exclusivo y excluyente de la realidad.
Hay, sin embargo, otra ocasión, tal vez la más significativa, en la que se potencia el suceso por sí mismo impulsando tanto a la política como a la construcción mediática. Y esos suelen ser momentos en los que ni la intencionalidad política de los gobiernos o de las oposiciones ni la construcción virtual de los medios define las condiciones de emergencia y de continuidad de un acontecimiento. Suelen ser coyunturas que se enraízan en antiguos reclamos y que movilizan a amplios sectores populares que salen en defensa de derechos, historias, tradiciones, identidades, conquistas, sueños y hasta futuro enfrentándose, incluso, a las promesas de progreso y bienestar de quienes son los portadores de las fuerzas del cambio. En un extraordinario, bello y erudito libro sobre Emiliano Zapata y la revolución mexicana, el historiador John Womack le explica al lector que “éste es un libro acerca de unos campesinos que no querían cambiar y que, por eso mismo, hicieron una revolución. Nunca imaginaron un destino tan singular. Lloviera o tronase, llegaran agitadores de fuera o noticias de tierras prometidas fuera de su lugar, lo único que querían era permanecer en sus pueblos y aldeas, puesto que en ellos habían crecido y en ellos, sus antepasados, por centenares de años, vivieron y murieron…”.
Difícil encontrar un comienzo tan potente y enigmático como el que eligió John Womack para tratar de explicar por qué los campesinos del Estado de Morelos se levantaron contra los proyectos de transformación productiva y tecnológica que, desde finales de siglo XIX, comenzaron a desarrollar, sin escatimar ningún tipo de “instrumentos” jurídicos, políticos, económicos, técnicos y de los “otros”, los nuevos empresarios del azúcar. Sospecharon de la palabra “progreso” cuando se dieron cuenta que ellos tendrían que pagar todo el precio de una promesa de futuro que, en el presente, significaba expulsión y violencia de quienes, por generaciones, habían vivido y trabajado la tierra de modo comunitario y que ahora eran brutalmente desalojados por los nuevos ingenios azucareros que representaban, para la gran prensa de aquellos días, para el poder político y para el paradigma cultural-civilizatorio dominante, la quintaesencia del progreso y de la innovación tecnológica. Aquel tremendo acontecimiento de la historia latinoamericana que produjo uno de los líderes populares más significativos y míticos de nuestro continente, como lo fue Emiliano Zapata, puso en evidencia, una vez más, el conflicto entre los adalides del progreso y el desarrollo, por lo general provenientes de las ciudades y dueños del capital llamado a cambiar las formas económicas ancestrales y apoyados por los gobiernos de turno, y los campesinos que se levantaban contra las fuerzas de una novedad que la veían, quizás sin equivocarse, como las sepultureras de sus tradiciones y modos de vida. Lo que tal vez no pudieron ver ni Zapata ni el otro gran líder campesino, Pancho Villa, era que los vientos de la época soplaban a favor de la magia irradiada por la palabra “progreso” y que su lucha, allí donde no lograba comprender las complejidades de los nuevos tiempos, estaba destinada a la derrota si no lograba, como efectivamente terminó por suceder, encontrar los lenguajes, las fuerzas y las ideas que impidiesen la consumación de la hegeliana “astucia de la razón en la historia”, brutal eufemismo para ocultar la estela de violencia y barbarie que conllevó y sigue conllevando la lógica del “progreso”.
3. No se trata, estimado lector, de homologar las rebeliones zapatistas de principios de siglo XX con las protestas de las distintas poblaciones de La Rioja y Catamarca que, en las últimas semanas, vienen sacudiendo el escenario político y mediático argentino planteando, de una manera poderosa y provocativa, la compleja cuestión de la minería. Se trata, antes bien, de señalar las raíces profundas que se manifiestan en los reclamos de muchos de los habitantes de Famatina y de Tinogasta, de Belén y de Andalgalá (los nombres más significativos que incluyen a otros pueblos y pequeñas ciudades cordilleranas), que se enfrentan, como en otros tramos de la historia caliente de nuestro país y del continente, a la sed de transformación e innovación que trae aparejadas el desarrollo económico y sus formas, que parecen irrefrenables, de expansión tecnológica y, en muchas ocasiones, ciegas ante los deseos y los derechos de los pobladores.
Pero a diferencia de aquellos campesinos que se rebelaron en el México de Porfirio Díaz y que en su rebelión contribuyeron a desatar una revolución que cambio la historia de ese país, y lo hicieron porque no tenían quien los pudiera escuchar; en la Argentina de 2012 hay una democracia que supo reencontrarse con la memoria de los derechos y que, desde que Néstor Kirchner llegó al gobierno, rechazó la represión como medio de dirimir las protestas sociales. Una democracia, bajo el giro histórico que le imprimió el kirchnerismo, que recuperó la memoria de la igualdad y de la participación y que volvió a hacer visibles a los invisibles. Y es desde esta reinvención democrática de una Argentina que va logrando dejar atrás el modelo neoliberal, que se vuelve indispensable no sólo impedir que policías provinciales acostumbradas a actuar como capangas y como fuerza de choque de los poderosos repriman la genuina protesta de quienes tienen derecho a oponerse a la minería a cielo abierto –y esto más allá del indispensable debate en torno a su sustentabilidad o no-, sino que también es tarea del gobierno (el nacional si los provinciales no se muestran interesados o simplemente juegan solo del lado de los intereses corporativos) convocar al diálogo y abrir, como lo señaló hace pocos días Cristina, un profundo e indispensable debate sobre la minería capaz de incorporar cuestiones tan relevantes como la sustentabilidad medioambiental, la protección de las economías tradicionales y los caminos que hagan posible un desarrollo sin el cual resulta imposible construir una sociedad más equitativa que logre distribuir riqueza genuina y no pobreza. Dicho de otra manera: cómo encontrar el equilibrio entre políticas de transformación económico-productivas que requieren de nuevas tecnologías y de emprendimientos extractivos, y sin las cuales es muy difícil imaginar la creación de riquezas socialmente distribuibles, y la protección del medio ambiente y de las identidades de los habitantes históricos de esas localidades que se han convertido en el centro de una nueva “fiebre del oro”. Bajo otras condiciones algo de lo mismo viene sucediendo con la expansión de la frontera sojera y la expulsión de cientos de pequeños campesinos. La pregunta inquietante, la que no se puede eludir, es de qué modo garantizar los recursos para hacer mejor la vida, la educación y la salud de una sociedad que no puede desentenderse de la riqueza de su suelo y de su subsuelo. Ninguna corriente ecologista o medioambientalista puede resolver la ecuación, extremadamente compleja, entre creación de riquezas, disminución de la pobreza y distribución igualitaria si es que no se hace cargo de darle alternativas a sociedades que necesitan salir del atraso y de la dependencia; alternativas que no respondan a visiones regresivas y neoconservadoras sino que puedan dar un profundo debate, de matriz humanista, sobre los vínculos entre producción, tecnologías, medio ambiente, inversión necesaria y sustentabilidad. Lo demás es falso virtuosismo incapaz de pensar la cuestión social o simple cinismo.
Así como resulta absurdo, económica y políticamente, desconocer la historia y la proyección futura de la minería en un país que es atravesado de norte a sur por miles de kilómetros de cordillera, también resulta indispensable reconocer el derecho de los habitantes de esas geografías a ser partes activas a la hora de planificar y resolver estrategias de desarrollo que involucran directamente sus vidas y la de sus hijos. No hay soberanía territorial que no venga acompañada por la soberanía del pueblo pero no entendida como unanimidad abstracta sino como conjunción de diversidades. “Pruebas de fuego –escribe María Pía López- para los gobiernos populares, que deben refundar su legitimidad permanentemente en el ejercicio de una vasta conversación que se hace de conflictos, tensiones, discusiones y acuerdos. Nunca –salvo propicios y escasos momentos- de consensos unánimes. Por eso, las destrezas no deberían dedicarse tanto a la búsqueda de estas efímeras unanimidades –que conocimos en días de fiesta o de combate contra un enemigo exterior-, sino a la composición democrática de lo heterogéneo”.
Ese es el abc de la democracia, el núcleo fundador de cualquier proyecto de nación que tenga como brújula orientadora la idea emancipatoria que reúne en un mismo movimiento la indispensable generación de riquezas –industriales y primarias-, la distribución equitativa, la preservación y expansión de los derechos y la protección del medio ambiente. Nadie dice que sea sencillo encontrar la ecuación adecuada. Esa es la tarea de la genuina invención democrática, la que aspira a construir una sociedad más justa.