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La muerte del ex canciller Timerman

Héctor, si Evo te llama “hermano” ya está

, por Martín Granovsky

El tuit de Evo Morales, conviene consignarlo para el futuro, apareció a las 11.55 del 30 de diciembre de 2018. Dice: “Nuestro pesar y condolencias por el fallecimiento del hermano ex canciller de Argentina, Héctor Timerman, aquejado por la enfermedad y atacado por una persecución judicial y política”. Héctor había muerto temprano, unas horas antes, y el presidente de Bolivia puso su ternura y su sabiduría en medio de la angustia. Pensé, y lo escribí en Twitter: “Querido Héctor, amigo extrañado, si Evo te llama ‘hermano’ ya está”. 

No era una forma de consuelo, porque la muerte de un ser querido es la representación perfecta de la pena. A lo sumo se transforma en costumbre y es más tolerable si vuelven a la memoria, cuanto más seguido mejor, los retazos de vida, las risas y los cuentos. 

Retuitear a Evo fue solo un acto de rigor. Evo les dice “hermanos y hermanas” a las bolivianas y a los bolivianos. Fuera de su país solo usa esa palabra, una de las más hermosas que existen sobre la tierra, para nombrar a quienes él considera compañeros. Es un vocablo que no regala. Designa así a los que son solidarios con Bolivia. A los que se ocupan de rodear con ayuda externa ese maravilloso experimento que combina dignidad, crecimiento, disputa y racionalidad. También a los que en el trazo grueso, más allá de altas y bajas, apuestan a la integración como el único modo de superar en el largo plazo la injusticia en América Latina.

Muchos piensan que la persecución judicial y política mencionada por Evo lo mató. Que le produjo a Héctor su cáncer de hígado. No me siento en condiciones de opinar. En cambio de algo estoy segurísimo: la persecución arbitraria le quitó energías en su sobrevida de tres años y pico. Y si siempre hace falta energía, más falta hace para luchar contra el cáncer. Es una pelea sobrehumana. Debilitarlo en esa sobrevida, fastidiarlo sin piedad, es una culpa con la que siempre cargará la maquinaria nacional e internacional que logró convertir en delito algo que, como el pacto con Irán, fue una decisión política del Ejecutivo refrendada por el Congreso.

Podía ser una genialidad o un error, una jugada maestra o un delirio. Pero no un delito, y menos de traición a la patria sin guerra de por medio. 

Fuera del Código Penal, para colmo, la caja de Pandora que abrió el pacto salpicó las elecciones del 2015 y es posible que haya sido el responsable de algunos puntos entre los que marcaron la derrota del Frente para la Victoria. O sea que políticamente el memorándum ya está pago.

A Héctor el acoso lo volvía loco. Lo obsesionaba. Y no creo que fuera la calle. Cuando todavía podía caminar por la ciudad comimos muchas veces en el “Lalo” de Sarmiento y Montevideo, donde no pedía carne porque no era kosher. Jamás nadie lo agredió. Le generaba culpa el ataque o cualquier incomodidad que pudiera sufrir su familia. Y, ya con el cáncer avanzado, lo angustiaba la certeza de que moriría sin haber sido absuelto. 

“Canallada” era la palabra que más repetíamos sus amigos y compañeros. Los nuevos y los de antes. Me cuesta recordar cuándo conocí a Héctor pero sí me acuerdo del momento en que empezamos a ser amigos. Fue en 1999, cuando se murió Jacobo, su papá y mi gran maestro en el oficio. Lo primero que nos acercó fue, justamente, el recuerdo de Jacobo en sus anécdotas infinitas. El fútbol no podía ser, porque él era bostero y yo académico. Y nos juntaron los libros. Héctor era un lector voraz y un recomendador exquisito en inglés y en castellano. Amazon le debe parte de su fortuna. Starbucks le debe otra parte. Siempre andaba con esos cafés gigantes en la mano, tapados, con pajita, incluso cuando era embajador en Washington, entre 2007 y 2010. Y nos juntó el periodismo. Y la política, por supuesto. 

Héctor Timerman llegó a los Estados Unidos de vuelta, ya no como exiliado sino como funcionario, cuando Néstor Kirchner lo nombró cónsul en Nueva York. El cónsul anterior, Juan Carlos Vignaud, había sido removido después de una investigación publicada en PáginaI12. Empezó su carrera con un destino en Libia en 1974, justo cuando los miembros de la logia fascista Propaganda Dos José López Rega y Alberto Vignes, ministros de Juan Perón e Isabel Perón, montaron allí un negocio petrolero. El canciller Rafael Bielsa ordenó que Vignaud regresara a Buenos Aires luego de que este diario revelara que su esposa usaba la dirección de la residencia oficial como sede para su empresa de arreglos hogareños Home Owners Management Associates.

En realidad el equipo de Bielsa ya tenía su candidato para reemplazar a Vignaud. No era Héctor sino un diplomático de carrera. Pero frente a la vacante Néstor Kirchner tuvo la idea de cubrir el consulado con alguien que, presumía, contaba con buenos vínculos en los Estados Unidos y a quien venía tratando junto con Cristina.

Durante un tiempo con Héctor desmentimos que la nota hubiera sido una confabulación para su desembarco en Nueva York. “No te pierdas tiempo, porque somos amigos y nadie te va a creer”, me dijo. Cuando compartimos funciones en el Gobierno, él en el consulado y después en la embajada, yo en la presidencia de Télam, lo ayudé a consolidar la proyección argentina de las redes que tejió con Ernesto Semán. Ex periodista, debutante en PáginaI12, Ernesto ya estaba en el consulado antes de la llegada de Héctor por recomendación de Eduardo Valdés, entonces jefe de Gabinete de Bielsa. No se trataba solo del diálogo fluido, y a veces áspero, con figuras de la comunidad judía como Abraham Foxman, de la Anti-Defamation League y Dina Siegel Vann, del American Jewish Committee. Vía Nueva York se acercó al Gobierno argentino nada menos que Joseph Stiglitz, el Nobel de Economía que fue clave por sus consejos para la renegociación de la deuda con quita. Hasta Paul Krugman, que después también sería Nobel, llegó a participar de las actividades del consulado y del observatorio sobre la Argentina montado con anclaje académico en la New School.

Héctor era un tipo honrado y austero que evitaba cargar al Estado con gastos de más. Incluso le molestaba retener al chofer si no había actividad oficial. Amigo de gente noble como Tex Harris o Patricia Derian, funcionarios de derechos humanos de Jimmy Carter, nunca le quitó atención al proceso de verdad y justicia. En términos personales impulsó junto con su abogado, el actual juez Alejo Ramos Padilla, las pesquisas sobre el circuito Camps de la provincia de Buenos Aires, que produjeron nuevas evidencias contra el comisario Miguel Etchecolatz, el civil y ex ministro de Gobierno bonaerense Jaime Smart y el sacerdote Christian von Wernich. 

Trabajaba muchas horas. Su mayor ilusión extra era encontrar un ratito libre para tirarse en el pasto del Central Park y leer una buena novela, cuando era cónsul, o no perderse el Newseum, el fabuloso museo periodístico de Washington.

Los amigos no se deben nada entre ellos (por algo son amigos) pero yo igual siento que le debo una. Cuando lo nombraron canciller, en 2010, me llamó para ocupar un cargo que –él lo sabía bien– para mí era soñado. “Tengo dos puestos, uno el que seguro querés y otro el que yo necesito, pero vas a elegir vos”, me dijo. No pudo ser porque se interpuso un capricho de la política. Lástima. Me hubiera gustado trabajar con él. Le había visto algunas cualidades que no son muy frecuentes: no intrigaba, no creaba riñas internas dentro de la Cancillería o dentro del Gobierno, no se quedaba con un peso que no fuera suyo, no hacía operaciones, no era un chusma que llevaba y traía, escuchaba a los cuadros jóvenes que sabían, fueran políticos o de carrera, tenía buen humor, era discreto, no era un psicópata y respetaba a los que le discutían frontalmente un punto de vista y al mismo tiempo entendían que el Poder Ejecutivo es una estructura vertical. Además, comprendía perfectamente que ninguno de nuestros países tenía destino de manera solitaria y recogía en el acto cualquier gesto que lo ayudara a acercarse a personajes clave de los Estados vecinos. Después los veía, les preguntaba sobre su vida, interrogaba sobre la historia y la política, les pedía sus puntos de vista y buscaba construir puentes que no se cayeran a la primera brisa en contra. 

Le dedicó una energía extraordinaria al régimen para reestructurar la deuda soberana de los países, aprobado en 2015 por la Asamblea General de las Naciones Unidas por 136 votos a favor, 41 abstenciones y seis en contra (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Israel, Japón y el Reino Unido). El comité especial del Grupo de los 77 más China, decisivo para el triunfo, lo presidió el embajador de Bolivia en la ONU Sacha Llorenti. El principio número ocho, sobre la sostenibilidad, indica que además de respetar los derechos de los acreedores la reestructuración de la deuda soberana debe garantizar el crecimiento sostenido e inclusivo y minimizar los costos económicos y sociales del Estado deudor. 

Héctor era curioso y simultáneamente muy reservado con los temas de su función. Discutimos muchas veces el asunto del memorándum con Irán. El sostenía en privado y entre amigos lo mismo que en público. Estaba convencido de que, frente al avance nulo de la causa, un acuerdo abriría un margen de esperanza para interrogar a los sospechosos iraníes. Para Héctor el pacto era consistente con la causa de los derechos humanos.

Un día, en medio de uno de los almuerzos habituales, el choque de argumentos se hizo intenso.

–¿Vos también pensás que el pacto es espurio? –preguntó.

–Para nada –fue la respuesta–. Yo creo en tu buena fe. Sí pienso que es gratuito. El pacto le va a traer consecuencias horribles al propio Gobierno a cambio de un avance cero, porque los iraníes nunca te van a permitir que les indagues a un tipo. Y encima ni Cristina ni vos, y tampoco Néstor mientras vivió, tienen ninguna culpa en la causa AMIA. Jamás participaron de una maniobra de encubrimiento y siempre ayudaron a los familiares. Eso es lo que pienso, íngale canciller.

Ignoro qué quiere decir exactamente íngale, pero así lo llamé siempre. “Muchachito”, sería. O “pibe”. Pero cualquier judío amateur o profesional reconoce en esa palabra el trato cariñoso. A los dos nos recordaba el yddish de los inmigrantes.

Hace poco sonó el celular. Era él por WhatsApp. “Hola, íngale”, lo saludé. Tenía la voz muy débil. 

Hoy le diría a mi amigo el íngale canciller que no se preocupe. Que Evo ya puso todo en su lugar. 

Fuenge: Página/12

martin.granovsky@pagina12.com.ar

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