Poco tiempo después, Pascual llegó a Amsterdam y se sacó unas fotos carnet en una máquina automática que había en el hall de la Estación Central. Había adelgazado cuarenta kilos a la sombra después de haber pesado ciento veinte y ahora, con un pucho en los labios, decía que se parecía a Rodolfo Bebán. “Si me viera el Cabeza no me pediría tranquilidad porque parezco tranquilo aquí en la foto”. Y se deshacía en carcajadas.
En verdad, no se puede afirmar que Alberto fuera un calentón, pero tenía lo suyo.
Ya había ingresado a la clínica por el avance de su enfermedad, la que le impedía recordar situaciones, nombres y caras pero que no había conseguido borrarle la sonrisa en ciertos momentos y un día, el menos pensado sin dudas, se topa en un pasillo con el Negro Galassi. El hombre había sido gerente de recursos humanos en la Acindar de las persecuciones y el Villazo. Alberto, como no podía ser de otra manera, lo tenía montado en un huevo desde entonces.
Se ve que la nube que le sobrevolaba no era aún lo suficientemente densa y espesa y el Cabezón se paró de golpe y lo encaró. “¿Qué hacés acá?”, lo increpó al tipo con dureza. Que sí, que no y comenzaron a discutir. Cada vez en una octava más alta hasta que Alberto encerró toda su tranquilidad en el puño derecho y le acomodó un roscazo al exgerente como si estuviera cobrándose de un saque todas las deudas juntas.
No es posible asegurarlo, pero si el Cabezón y el Cazafachos ya se encontraron, después de tantos años, estarán cagándose de la risa uno del otro.-
(*) Secretario de Comunicación de la CTA-T