, por Carlos Girotti (*)

A 97 años de la Semana Trágica

AHORA UN GOBIERNO DE OCUPACIÓN

El 7 de enero de 1919 se inició lo que la memoria de los trabajadores y el pueblo recordará como la Semana Trágica. La huelga metalúrgica en los Talleres Vasena, por la que los compañeros reclamaban la reducción de la jornada laboral de 11 a 8 horas, fue aplastada con una brutal represión. Primero la policía, luego los fascistas de la Liga Patriótica y más tarde el ejército por orden del presidente Irigoyen, provocaron la muerte y heridas de gravedad a una enorme cantidad de personas.

Para la clase dominante resultaba intolerable que los trabajadores se rebelaran contra la explotación. No sólo no podían admitir que la jornada laboral se redujera; lo peor era que el reclamo se originaba en una fábrica cuyos dueños, la familia Vasena, representaría desde entonces y hasta muchas décadas después a uno de los linajes emblemáticos del poder oligárquico en la Argentina.

Casi un siglo ha transcurrido desde aquellas jornadas que, por siempre, serán rememoradas con letras escritas en sangre obrera y, sin embargo, los días que corren en la actualidad no anuncian buenas nuevas para quienes viven de su trabajo y no del ajeno. Por primera vez en la historia de este país llega al gobierno, por vía democrática y sin fraude ni trampa alguna, una representación directa de la fracción capitalista más poderosa: la de las multinacionales ligadas a la producción y a las finanzas globales. Sus políticos ya no son los de otrora; hoy ponen a sus gerentes generales al mando de los ministerios y de los organismos estatales que durante los doce años previos habían controlado o fiscalizado a sus empresas. La fracción predominante en el bloque de poder ya no confía ni cree en los viejos políticos; prefiere reemplazarlos con sus especialistas en dirigir y expandir sus propias empresas. De hecho, este “estilo” de gobernar es absolutamente inédito, no sólo en Argentina sino en la región toda. Es más, se diría que no existe precedente de este tipo en prácticamente ninguna experiencia democrática.

Y hablando de estilo, resulta más que paradójico que el gobierno de Mauricio Macri, surgido de una campaña electoral pródiga en ondas de amor y paz, alegría, globos de colores y réplicas absurdas de mohínes tipo Heidi, se haya lanzado de un modo brutal a recolonizar el aparato estatal. Todas las áreas están bajo control de especialistas empresarios, aunque no siempre coincidan la experiencia personal con el sector estatal al que fueron asignados (por ejemplo, el titular de la Agencia Federal de Inteligencia es un eximio representante y vendedor de jugadores de fútbol, lo cual no sería un demérito para un profesional del espionaje, pero suena raro igual).

La recusa a convocar a sesiones extraordinarias en el Congreso; la incesante firma de decretos de necesidad y urgencia; el avasallamiento de leyes y de la Constitución; la pretensión de designar por decreto a los jueces de la Corte Suprema; los casi 10.000 cesanteados en los ámbitos nacionales, provinciales y municipales del Estado; la devaluación y liberalización del mercado cambiario; el apagón estadístico para disimular la estampida de precios y el aumento inusitado en los indicadores de pobreza e indigencia; el refuerzo de las estructuras represivas como el traspaso de la Policía Federal a la Ciudad de Buenos Aires y la determinación de reprimir violentamente los conflictos –como en el caso de Cresta Roja-; la desembozada extorsión del ministro Prat-Gay a los trabajadores para amedrentarnos y que no insistamos con la reivindicación de las paritarias libres; el giro copernicano en la política exterior y especialmente en la relación con los países latinoamericanos –subrayado con la reinstalación presidencial en el Foro ultracapitalista de Davos- constituyen en su conjunto un paquete de medidas que, en menos de un mes de gobierno, revelan la voluntad de avanzar a marcha forzada tal y como lo haría un ejército de ocupación urgido en someter la mayor cantidad de territorio posible antes de que los ocupados pudieran reaccionar.

El gobierno de las multinacionales es consciente de que debe avanzar rápido porque cuenta a su favor con el consenso de una parte de la población, sobre todo de aquella con raíces populares que le dio el voto y que aún no se ha percatado enteramente de la pérdida de su poder adquisitivo y de sus derechos ciudadanos. Pero también sabe que, tarde o temprano, la política de tierra arrasada que viene aplicando se topará con una resistencia que le dificultará el desplazamiento en línea recta. Al fin y al cabo, esta fracción predominante del capital no ignora que la experiencia de los gobiernos kirchneristas ha dejado un fortísimo sedimento de conciencia cívica y politización que alcanza a la mitad de la sociedad. Incluso, tampoco subestima a otras fracciones del capital –con las que mantiene una disputa por la hegemonía en el bloque en el poder- porque a pesar de que todas ellas se articularon en la esperanza de derrotar al gobierno popular de Cristina, continúan exhibiendo contradicciones no resueltas. La presencia de Sergio Massa en la delegación presidencial a Davos así lo indica en términos políticos. Por último, pero tan o más importante que todo lo anterior, el gobierno percibe que el campo popular no cuenta con una conducción política activa por fuera del efecto de lejanía de la situación que significa el liderazgo de Cristina. Sabe que las plazas autoconvocadas desde las redes sociales no equivalen a una construcción sólida de poder popular; antes bien, las identifica como una reacción inórganica y gregaria a la ausencia de una conducción que, en el terreno de la disputa, se hiciera cargo de la derrota electoral y dirigiese al conjunto por el camino menos incierto de la constitución de un verdadero frente político y social de oposición y resistencia, que incluyera a todas las expresiones que apuntalaron la experiencia del kirchnerismo en el gobierno y no se resignara a que una porción significativa del PJ convirtiese a éste en un partido aliado del gobierno macrista.

El gobierno de las multinacionales actúa, pues, como un gobierno de ocupación. Imagina un pacto social con sectores sindicales mucho más empeñados en mantener sus prebendas y negocios que en defender a sus representados, tal y como lo harían los colaboracionistas en cualquier circunstancia en la que estuviera en juego el sentido de patria. Especula con domesticar a una parte de la dirigencia del PJ –mediante presiones presupuestarias a gobernadores que ya tienen lista la garrocha para saltar y pasarse de bando- con el objetivo de hacer del PJ una federación de sátrapas de los territorios ocupados. Ratifica que el derecho a la información sólo es concebible si es ejercido desde posiciones monopólicas, de modo tal de aventar toda y cualquier pretensión comunitaria basada en la avasallada ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Y se dispone, finalmente, a liderar una santa alianza de la derecha continental para acorralar a los procesos populares en Venezuela, Ecuador y Bolivia y asestarle un golpe de muerte al ya muy debilitado gobierno de Dilma Rousseff.

Así las cosas, para los trabajadores y el pueblo la recordación de aquella Semana Trágica de enero de 1919 tiene un sentido inequívoco en la hora actual: el poder popular no surge de una gentil donación de derechos sino de la imprescindible unidad de todo lo diverso que compone al campo popular y, de modo especial, de una construcción política que asegure tanto el protagonismo de cada cual como la preeminencia del interés común y su defensa y promoción en la circunstancia que sea.

(*) Secretario de Comunicación de la CTA