Trabajadoras y sindicalistas frente a la división sexual del trabajo

, por  Estela Diaz , popularidad : 28%

Despidos, cierre de empresas, merma del poder adquisitivo, bloqueo de paritarias, presentismo, son tan sólo algunas de las aciagas consecuencias de las políticas de Cambiemos que impactan de forma particular sobre las trabajadoras, pero también encuentran en ellas una de sus principales resistencias. Sin embargo, ni este indiscutible protagonismo en los combates sindicales ni su histórica participación en el mundo laboral han logrado acabar con la idea subyacente de que son recién llegadas o pasajeras en tránsito. Continuidades y rupturas de una presencia que, en el cruce entre la producción y la reproducción, el trabajo y la familia, pone en cuestión el contrato fundante de la modernidad y apuesta a la emancipación.

En el actual escenario de importantes luchas sindicales y del movimiento de mujeres, resulta oportuno volver sobre algunos temas que habitualmente quedan soslayados al hablar del sindicalismo y las reivindicaciones del mundo del trabajo. Pensar estos dos territorios desde las características que la presencia de las mujeres ha adquirido en ambos y desde las identidades que allí se configuran, considerando asimismo los cambios, las permanencias y los desafíos en curso, es un modo de poner en negro sobre blanco debates que suelen aparecer como laterales, pero que se actualizan en contextos desafiantes para las organizaciones populares.

Si repasamos el censo de 1914, encontramos que en la industria manufacturera trabajaban por entonces 352.999 mujeres de un total de 841.237 operarios, dado que la incipiente industrialización de nuestro país, temprana respecto del resto de América Latina, permitió la incorporación masiva de las mismas. De igual forma, observamos que la presencia femenina en el sector rural, donde el trabajo se desarrolló desde la inclusión de la familia como unidad económica de la producción –lo que contemplaba a mujeres, niñas y niños, en una frontera difusa entre trabajo y familia–, es innegable y no por eso menos invisibilizada. En este sentido, podemos afirmar que, a pesar de estas y otras tantas e innumerables evidencias en torno a la histórica participación de las mujeres en el mundo laboral, lo cierto es que seguimos conviviendo en los trabajos y en sus organizaciones representativas con una subyacente idea que, de forma permanente, busca presentarnos y constituirnos como si fuéramos recién llegadas o pasajeras en tránsito.

Las mujeres somos, sin embargo, la mitad de la humanidad –por tanto, también la mitad de su historia– y, cuando de trabajos se trata, seguramente somos un poco más del cincuenta por ciento. Siempre estuvimos, y de algún modo estos, nuestros trabajos, son nuestro lugar en el mundo. Esta afirmación, que parece casi una proclama, es, con todo, necesaria: viene a poner el foco en una temática que, en general y como veremos a continuación, aparece velada cuando se mira a través del cristal que define el mundo laboral en nuestras sociedades.

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La modernidad occidental inaugura un contrato social basado en la división categórica entre lo público y lo privado (doméstico). Esta separación redefine, a su vez, la división sexual del trabajo, colocando en el lugar de lo público la llamada producción, es decir, el mercado de trabajo que cuenta en el Producto Bruto Interno y que genéricamente se conceptualiza –de forma explícita o implícita– como masculino, y dejando el trabajo reproductivo, doméstico, invisible como tal, a cargo de las mujeres privatizadas. Se trata de una dicotomía que es parte de la serie de binomios antagónicos que caracterizan a la modernidad –poder/subordinación, cultura/naturaleza, fuerza/debilidad, saber/intuición, etcétera–, los cuales, repartidos esquemáticamente, delimitan, a un lado y al otro de la polaridad, los mandatos de la masculinidad y el orden de lo femenino.

La Ilustración les hace una trampa a las mujeres: las deja ancladas en lo doméstico, como construcción social naturalizada e inferiorizante, mientras exalta la cultura, la ciencia, el arte, la vida pública y política, como aspectos de la racionalidad androcéntrica dominante. Este recorte sostiene y recrea un orden general del poder, que sigue adscripto al patriarcado milenario. Formas de dominio que no sólo legitiman subordinación y desigualdad, sino también las violencias. Violencias públicas, ejercidas desde el monopolio del Estado, y violencias del ámbito privado, en tanto el jefe de familia sigue siendo el amo de los destinos de sus subordinados –mujeres, niñas y niños, personas dependientes, cuerpos feminizados–, aunque ya no merced al poder divino, como en el feudalismo, sino, por el contrario, como resultado de algo más terrenal: gracias al poder del dinero. La diferencia sexual, devenida así en orden social de jerarquía y dominación, es aceptada tanto por dominantes como por dominadas, porque la fuerza del poder masculino se impone sin necesidad de justificación ni explicitaciones y esta dominación simbólica es estructurante de las relaciones sociales.1

Ahora bien, los binomios antagónicos se recrean en la dicotomía trabajo-producción versus cuidado-reproducción. De esta forma, la presencia y permanencia de las mujeres en los trabajos aparece como una cuestión problemática. Algo complejo cuando lo abordamos desde la participación en el mercado laboral e invisible respecto de las tareas del cuidado, que siguen mayoritariamente en manos femeninas,2 sin reconocimiento de su aporte a la riqueza y al desarrollo de las sociedades. Las posguerras y la Revolución industrial requirieron de la mano de obra femenina en la producción, pero esta presencia siempre se mostró como un hecho transitorio, complementario, una distracción obligada por las crisis sociales que retiraban a las mujeres de su lugar “natural”. Pobre obrerita, diría Bialet Massé (1903), que debía salir a ese lugar ajeno, tan fuera de su hábitat natural domesticado. Y esta perspectiva fue la que se privilegió a la hora de abordar el tema del trabajo de las mujeres y la problemática del trabajo en la infancia. Las primeras legislaciones laborales, que prohibían el trabajo nocturno para las mujeres, y, por tanto, fueron protectoras de las mismas, no se fundaron en la aspiración a la igualdad, sino en el reconocimiento de su debilidad.

Así, dado que en nuestras sociedades el trabajo se ha corporizado en el varón, las organizaciones que defienden los derechos de los trabajadores han seguido el mismo camino. El sindicalismo ha compartido la naturalización de la división sexual del trabajo, construyendo programáticas de clase que se pretenden universales, sin marcas de género, lo cual también ha impactado al interior de la vida sindical. A partir de la construcción de una historiografía feminista ha sido posible, sin embargo, recuperar la memoria de las primeras épocas del desarrollo sindical en nuestro país, en donde ya estaban presentes agrupaciones de mujeres que alzaban su voz contra los patrones y también contra el patriarcado. Este recorrido histórico por el movimiento sindical argentino puede hacerse extensivo para todo el siglo XX, en especial si tenemos en cuenta que el análisis no se agota sólo en los sindicatos y centrales, sino que también debe incorporar a las organizaciones de base: los delegados, los cuerpos de delegados y las juntas internas, espacios que contaron con gran presencia de mujeres, tal como lo siguen haciendo en la actualidad.

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Si bien el mundo del trabajo ha cambiado significativamente, incluso para los varones, lo cierto es que la división sexual del trabajo persiste e impacta de manera determinante a la hora de construir trayectos personales, profesionales, laborales, sindicales y políticos. Esto puede verificarse en cuestiones cotidianas tales como el uso del tiempo, que, a partir de las mediciones estadísticas, nos muestra sus marcas generizadas indelebles.

Según un estudio del INDEC, que coincide con los resultados de otros países, las mujeres trabajan en promedio tres horas más por día en tareas de cuidado que sus pares varones, lo que indica, a la vez, que su salida al espacio público no tuvo contrapartida en la redistribución de tareas del ámbito privado. Esta realidad, que hace a las materialidades de las vidas, puede verse luego expresada en la reproducción de ciertas valorizaciones culturales. Para un varón, perder tiempo puede formar parte de su estatus social; en cambio, para las mujeres, definir el “tiempo libre” resulta algo complejo: supone retirarse de lo público, del trabajo remunerado, y tener tiempo para sí, pero en el ámbito doméstico no hay fronteras que definan el corte con la demanda ajena. Esto se vuelve dramático para las mujeres de sectores populares que, a diferencia de aquellas pertenecientes a los sectores medios y altos, no cuentan con posibilidades de derivar parte de esta demanda en trabajo doméstico remunerado o en servicios de cuidados, recreación u otros. Razón por la cual, además, el trabajo no alcanza para mejorar la calidad de vida de muchas mujeres que viven en situación de pobreza, aun cuando les otorga cierta autonomía.

Es indispensable, por tanto, abordar y poner en cuestión el mundo laboral desde una perspectiva que incluya la producción y la reproducción y la relación entre trabajo y familia, y que permita repensar las relaciones sociales y las desigualdades, de modo que sea posible reducir no sólo las brechas laborales existentes entre varones y mujeres, sino también las sociales, las económicas y, especialmente, las culturales.3

Un paso trascendente en ese sentido han sido los avances en la legislación del trabajo en casas particulares y la moratoria previsional que alcanzó prácticamente a todas las mujeres en edad jubilatoria,4 resultados ambos del proceso de ampliación de derechos que tuvo lugar hasta fines de 2015. Este mismo proceso permitió, a la vez y entre otras cosas, promover los debates necesarios para reformar la Ley de Contrato de Trabajo en todo el capítulo de licencias, incorporando la noción de responsabilidades familiares compartidas, concepto ya vertido en la última reforma del Código Civil. Tal legislación debe además equipararse con leyes como las de matrimonio igualitario o identidad de género, puesto que hoy las parejas del mismo sexo tienen innumerables problemas a la hora del nacimiento de hijas e hijos, la adopción y el tiempo que se requiere para lograr el acceso a cuidados necesarios y aceptables. Esta visión, que pone en relación trabajo y familia, implica un cambio de paradigma que contribuye a repensar las agendas acerca del debate de condiciones de trabajo e, incluso, de justicia social.

No podemos ser optimistas en el actual contexto, de extrema complejidad para las trabajadoras y los trabajadores. Hay despidos masivos y cierres de empresas, junto a una fuerte presión para poner techo a las paritarias y bloquear discusiones que mejoren las condiciones de trabajo. A esto se suma la inclusión del tema de la productividad o el presentismo como excusa para recortar derechos, en especial para las mujeres, que siguen siendo quienes toman la mayoría de las licencias por cuidados. El poder adquisitivo del salario perdió durante el año 2016 entre un 8 y un 12% según el sector, y el ataque a las organizaciones sindicales y sus líderes es público, asumiendo formas cada vez más antidemocráticas. En tanto, la inflación fue muy superior para los alimentos y servicios, siendo estos rubros los que se llevan la mayor parte del salario de los sectores de menores ingresos, en los que las mujeres estamos sobrerrepresentadas. A todo lo anterior deben agregarse los impactos del debilitamiento del Estado en políticas sanitarias, educativas y sociocomunitarias. Por donde sea que se lo mire, las consecuencias negativas para las mujeres de la política implementada por el Gobierno de la alianza Cambiemos están a la vista. Las cifras crecientes de femicidios también dan cuenta del empeoramiento de las condiciones para enfrentar una problemática que, si bien tiene larga data, hoy se vuelve cada vez más cruel y acuciante.

Como contracara de los avances de la derecha conservadora, contamos con un movimiento sindical que se ha visto fortalecido durante los Gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, logrando aumentar significativamente las afiliaciones, con la inclusión de jóvenes y mujeres, hecho que se verifica en los recambios de conducciones, en especial en los sindicatos de base. Estas presencias vuelven mucho más afines las temáticas de género y diversidad, como así también las interrelaciones entre sindicalismo y feminismo, dos términos que eran difíciles de colocar en la misma oración hace no tantos años. Desde esta perspectiva es interesante pensar las complejidades necesarias a incluir respecto del contexto actual del movimiento sindical y los cambios en el mundo laboral. El sistema de mercado aprovecha y refuerza las ganancias del trabajo en un sentido integral, y todo el tiempo pugna por seguir colocando a las mujeres en el lugar de la cosificación (objeto, mercancía o consumidora). Sin embargo, a pesar de los avances en el mismo sindicalismo, es una perspectiva que está abierta al debate y muchas veces nos cuesta que se vea su profunda imbricación para producir exclusiones y desigualdades.

La presencia de las mujeres en el espacio público en estos 33 años de democracia ha posibilitado que se enriquezcan los contenidos, las tramas, los textos y subtextos de lo público, con impacto en las vidas privadas. Pero todavía hoy, con más de catorce años de Ley de Cupo Femenino Sindical,5 tenemos un balance con claroscuros: hay mucho incumplimiento a nivel de las federaciones y confederaciones, conocemos pocas mujeres líderes sindicales con presencia mediática y visibilidad nacional. Por eso, la revisión de la cuestión de las mujeres y los sindicatos debe pensarse desde un debate más amplio, que se está instalando a partir de la discusión del Una y Uno para las legislativas, y tiene que ver con la construcción de democracias paritarias. Esta noción supone un salto de calidad respecto de las acciones afirmativas, como las cuotas o cupos, que se consideran medidas transitorias. Si cuando hablamos de mujeres hablamos de la mitad de la humanidad, debemos pensar las representaciones en un sentido que redefina la ciudadanía. Este debate debe abarcar al conjunto de los Poderes del Estado, pero también a las organizaciones políticas, sociales y sindicales. Hay países que en América Latina lo vienen haciendo,6 y es un camino interesante a recorrer, que de forma ineludible, aunque no exclusiva, debe tener lugar al interior del propio movimiento sindical.

A veces cuesta la visibilidad de estas temáticas, porque convivimos con cierta ilusión de igualdad, o con el concepto liberal de que la misma se va a lograr desde la meritocracia individual. Por esto es necesario reafirmar hechos sociales, que son acontecimiento: las mujeres salimos al espacio público para quedarnos y estamos redefiniendo el contrato social de la modernidad. Hoy se reactualiza el viejo lema feminista que define lo personal como político, y esa presencia pone en cuestión la división histórica entre lo público y lo privado, tanto como la formalidad del sistema democrático dividido en tres Poderes que también constituyen la lógica de representación de sólo alguna parte de la sociedad. El movimiento feminista en nuestro país, con impacto en el mundo, ha hecho posibles las marchas del #NiUnaMenos, los paros internacionales de mujeres y una movilización gigantesca, con claro contenido antineoliberal. Allí estamos las mujeres sindicalistas, políticas, de movimientos sociales, estudiantiles, culturales. Allí estamos para animarnos no sólo a enfrentar a las derechas del país y la región, sino también para hacerlo poniendo en cuestión el concepto de ciudadanía y el contrato fundante de la modernidad occidental. Para dar vuelta un orden que se dijo abstracto-universal con el objetivo de abarcar sólo lo masculino como hegemonía, para ponerles cuerpos a las ciudadanías, atravesados por múltiples diversidades, para reclamar y construir emancipación situándonos en el marco de los proyectos nacionales y populares, y desde la integración regional. Aquí estamos, para dar vuelta ese orden y hacerlo con la convicción de que la apuesta por la igualdad es justa, en el reconocimiento de nuestras diferencias.7

Por Estela Díaz
Secretaria de Igualdad de Género, CTA Nacional. Coordinadora del Comité por la libertad de Milagro Sala.

Fotos: Sebastián Miquel

Notas

1 Bourdieu, Pierre (2000). “La violencia simbólica”. En: La dominación masculina y otros ensayos. Barcelona: Anagrama.
2 Según la Encuesta del Uso del tiempo no remunerado realizada por el INDEC en 2014, el 75% de las tareas de cuidado, sociales y comunitarias no remuneradas las hacen las mujeres. Véase: http://www.indec.gov.ar/uploads/informesdeprensa/tnr_07_14.pdf.
3 Convenio OIT 189 y Ley 26.844.
4 La Ley 27.260, llamada de “reparación histórica para jubilados y pensionados”, elimina la inclusión previsional, cambiando la jubilación por una pensión, no compatible con otros beneficios previsionales, y aumentando la edad jubilatoria de las mujeres en cinco años.
5 Ley 25.674, 22 de noviembre 2002.
6 Bolivia y Ecuador incluyeron en las reformas constitucionales del año 2008 el concepto de democracia paritaria en todos los Poderes del Estado y las organizaciones sociales.
7 Una primera versión de este artículo fue publicada en la revista Subsuelo de un colectivo de la carrera de Filosofía de la UNLP.

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