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Es lo que hay
Por Carlos Girotti*
Respuesta del Secretario de Enlace Territorial de la CTA Nacional a una historieta de Altuna publicada en Clarín donde tildó de “ñoqui” a un investigador del Conicet
“- Es de noche, gordo. Ahora debe estar cerrada la oficina…
No, vamos igual…
Queda lejos, tengo hambre.
Vamos en taxi, te pago una cena…
Pero… ¿tenés guita?
Claro, soy docente…
En serio… Oíme…
Soy ñoqui. Estoy en el CONICET.”
El diálogo es entre dos personajes de la tira “Es lo que hay (Reality)”, dibujada por Altuna, publicada en la contratapa del diario Clarín el jueves 8. Si tan solo fuese por lo burdo, no habría necesidad de destinar el más mínimo esfuerzo en responder a semejante insulto; al fin y al cabo, bastaría con el trabajo silencioso y con el reconocimiento social del que gozan los más de 30.000 trabajadores y trabajadores de la ciencia y la tecnología, que pertenecen con orgullo al CONICET, para dar por tierra con el infundio. Pero no basta porque, precisamente, la calificación de ñoqui, que incluye a las y los docentes, en realidad es el emergente de un modelo de país que no precisa de la investigación científica ni del desarrollo tecnológico ni de la educación pública y gratuita: le alcanza con el acrecentamiento de una deuda externa impagable, la fuga de divisas, la reprimarización de la economía, la caída de los salarios, la compra de las pistolas Taser y la criminalización de la protesta social con cárcel incluida para quien osara protestar.
Para ese modelo de país es imprescindible desbaratar el enorme consenso social que rodea a quienes, con denuedo, son las y los hacedores de las actividades científicas y tecnológicas. Hay que desprestigiarlos y toda tribuna es buena como lo prueba la historieta de marras. Claro que, como se verá, el procedimiento no es original.
En época del menemismo circuló un memorando del Banco Mundial, titulado “Argentina, de la insolvencia al crecimiento”, que postulaba el desmantelamiento del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICET), alegando que era mucho más conveniente privatizar sus actividades ya que no valía la pena destinar presupuesto estatal si había empresas interesadas en aplicar recursos en el área. Otro tanto postulaba para la Comisión Nacional de Energía Atómica, casi con idénticos argumentos aunque, en este caso, agitaba el supuesto peligro del desvío hacia investigaciones con fines bélicos como la reutilización del plutonio producido en la central nuclear refrigerada con agua pesada para armar una bomba atómica, siendo que nuestro país ya era signatario del Tratado de Tlatelolco que declaraba a América Latina y Caribe como zona libre de armamento nuclear.
Como si todo fuera poco, el tristemente célebre Domingo Cavallo no tuvo mejor ocurrencia que mandar a lavar platos a la investigadora Susana Torrado quien, con trabajos científicamente fundados, contradecía las estadísticas del entonces ministro de Economía. Este verdadero prócer del patriarcado nunca llegó a imaginar la reacción de las trabajadoras y trabajadores del CONICET: estimulados por el enorme reconocimiento social del que eran destinatarios en todas las encuestas de opinión pública, se pusieron a lavar platos a las puertas de la sede central de la institución y de los principales laboratorios de investigación de todo el país. Más aún, con su brutalidad machista Cavallo logró que se constituyera la Mesa de Enlace del Sector Científico y Tecnológico, un nucleamiento de sociedades científicas, asociaciones profesionales y la Asociación Trabajadores del Estado que, coordinados por la presidencia honoraria de Enrique Oteiza, funcionaron sin cesar desde el Instituto Gino Germani que él dirigía por entonces. Y fue en ese contexto que las y los trabajadores de la Comisión Nacional de Energía Atómica, con el concurso de destacados docentes, investigadores y tecnólogos, realizaron en la Plaza de Mayo una serie de clases públicas que dieron en llamar “Educando al Ministro”.
Ahora bien, el señor Magnetto, el accionista más poderoso del Grupo Clarín, debería haber aprendido del destino que siguieron aquellas experiencias descalificadoras de la actividad que realizan millares de personas en función del bien común y el interés público. Siendo tan hábil con los negocios, tendría que abstenerse de incursionar en el descrédito de quienes siguen las enseñanzas de los tres argentinos que obtuvieron sus respectivos Premios Nobel en Ciencias. Tendría que registrar, incluso, que recientemente ha habido una importantísima confluencia de las diversas miradas y orientaciones políticas que pueblan el sector científico y tecnológico y que, apoyada en ella, la Cámara del Senado aprobó casi por unanimidad el proyecto de Ley presentado por el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva para contar con un Plan Operativo hasta el año 2030.
Es más, necesitaría ponderar que esta clase de consensos surge en momentos en que la sociedad, puesta de bruces frente a un abismo insondable por los discursos del odio y la ruptura del pacto democrático, se aferra a la noción de un horizonte posible que le es proporcionado, ni más ni menos, por el ejemplo de quienes hacen de la ciencia y la tecnología un sinónimo de futuro. De hecho, el Plan 2030 es poco menos que un acto celebratorio de los 40 años de democracia ininterrumpida pues, en la práctica, se trata de la primera política de Estado que, de convertirse en Ley con la aprobación de la Cámara de Diputados, debería ser de cumplimiento obligatorio para los próximos gobiernos nacionales, sean cuales fueren sus orígenes políticos.
Pero el ataque y la descalificación al personal científico y tecnológico no se fundan, apenas, en el desprecio sino en el profundo desconocimiento de cuán hondas son las raíces de la legitimidad alcanzada por su labor cuando ésta es vista desde la mirada popular. En un país donde más de la mitad de sus trabajadores vive por debajo de la línea de pobreza, nadie duda de que las y los científicos están mal pagos y que, no obstante ello, permanecen en sus puestos tal y como lo hicieran durante la pandemia. Nadie ignora que el famoso barbijo tuvo su origen en el CONICET, que los kits de detección temprana del virus también y así por delante. No hay familia que no guarde para sí la imagen esforzada del personal médico y de enfermería, muchos de ellos en su condición de investigadoras e investigadores científicos, haciéndose cargo de la trinchera del hospital público en momentos en que los fallecidos se contaban por miles. Y qué no decir de las y los docentes, también atacados desde la contratapa del “gran diario argentino” cuando, en verdad, le hacen frente hasta a los desafíos del hambre de sus alumnos y siguen en la pelea cotidiana.
Por cierto, no habría que desconocer tampoco que los “ñoquis” del CONICET carecen, inexplicablemente, de un convenio colectivo de trabajo, ni que sus becarias y becarios todavía son considerados por el Estado como “premiados” para estudiar y no como trabajadores en relación de dependencia y como investigadores en formación, ni que su personal administrativo es ninguneado en su especificidad cuando ya el doctor Bernardo Houssay reconociera que sin ellos no sería posible hacer ciencia en la Argentina.
Esto es lo que hay, e ignorarlo o descalificarlo como se pretende no es más que una regurgitación del país que amenazan con depararnos quienes están mucho más acostumbrados a vivir del trabajo ajeno que del propio.