Cabandie, Ciencia y Tecnología

, por  Carlos Girotti (*) , popularidad : 28%

Conmovedora, la imagen de Juan Cabandié –hijo apropiado por un genocida- junto a su hermana de crianza Vanina Falco –hija biológica del apropiador- ilumina una parte de la escena argentina. Algo de lo muy recóndito ha retrocedido ante la potencia de ese haz de luz que, de un tajo, viene a cortar lo más oscuro de la dominación: la resignación cultural del dominado.

En el increíblemente lejano 26 de enero de 2004, Juan conocía su verdadera identidad y, apenas dos meses después, el 24 de marzo, hablaría en el histórico acto de recuperación de la ESMA, el lugar de cautiverio de su madre y donde lo había parido. Fue Néstor Kirchner quien lo invitó y, junto con el entonces presidente, Juan se convertiría en un símbolo de la memoria, la verdad y la justicia. Las miles de personas que ese día, azoradas, se adentraron por primera vez en las tenebrosas instalaciones de la ESMA, jamás olvidarán el hondo significado del abrazo entre Juan y el presidente. Sin embargo, ninguna de ellas sabía el papel que había cumplido Vanina Falco para que ese abrazo tuviera lugar. Era una parte de la escena que permanecería en las sombras y que, sólo ahora, con la condena efectiva del genocida Luis Falco, resulta claramente visible. Fue Vanina quien acompañó a Juan hasta la casa de las Abuelas cuando su hermano dudó sobre la propia identidad. Fue ella quien debió sobreponerse a su condición filial, a los mandatos más terribles que aún campean en esta sociedad y, contra ellos, alzarse en procura de su propia dignidad. Fue ella –mujer al fin y al cabo- quien hubo de remontar la dominación de género con esa valentía y solidaridad que ya abrevaba en el ejemplo indómito de las Mujeres del Pañuelo Blanco. Vanina debió acometer, ella sola y desde su solitaria individualidad, contra todo un sistema de dominación blindado por una cultura machista, patriarcal y retrógrada. Fue así, y únicamente así, que la hija del genocida pudo derrotar a la resignación.

Es probable que en aquel lejano 24 de marzo de 2004, la sociedad argentina no estuviese preparada para que sus lados más lóbregos, de repente, fuesen iluminados por la imagen conjunta de Vanina y Juan. Hoy, en cambio, el testimonio incriminatorio de Vanina contra su padre biológico aparece tan aceptable como inaceptable es para la mayoría de la sociedad que el juicio por la identidad de los hijos de Ernestina Herrera de Noble lleve ya diez años sin respuestas. Allí donde el reino de la oscuridad era absoluto, donde las tramas densas y profundas de la dominación cultural se enlazaban con los grilletes y las rejas del terror, ahora ese espacio sórdido es hendido por destellos persistentes y porfiados. No son sólo los genocidas enjuiciados y castigados; también el matrimonio igualitario, la despenalización del uso de drogas, la vigilancia atenta contra perdurables formas de discriminación y sometimiento de todo tipo incluyendo, por su reciente notoriedad, el trabajo esclavo, son recovecos de la escena argentina que dejaron de ser umbríos para mostrarse hoy con luces propias.

En menos de una década, el país ha experimentado en casi todos los órdenes de la vida social un avance significativo. No obstante, a contrapelo de esa direccionalidad, como si se tratara de un costado escénico inmutable en su cerrazón y oscuridad, hay ámbitos que parecieran deslucir los avances que, incluso en su interior, vienen registrándose desde la presidencia de Néstor Kirchner hasta la actualidad. Es el caso de la ciencia y la tecnología.
Creado hace más de medio siglo, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) recién experimenta un crecimiento inusitado a partir de 2003. Presupuesto, personal, cantidad de proyectos de investigación, institutos, equipamiento, patentes, trabajos publicados, acciones de transferencia, repatriación de científicos –sólo por mencionar algunos parámetros- revelan que muy atrás quedaron los años en los que esta institución no era tenida en cuenta para pensar un desarrollo autónomo. De hecho, la creación del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva le dio un renovado impulso a esta perspectiva. Pero la Luna tiene también su lado oscuro: en el CONICET no existen las paritarias, las convenciones colectivas de trabajo, siendo que los 6.468 investigadores, 9.676 becarios, 2.397 profesionales y técnicos reciben un salario estatal. Si a ellos se les suman los 782 administrativos, la planta de personal afectado a actividades científicas y tecnológicas totaliza 19.253 agentes. Más de cinco décadas sin paritarias. No ocurre esto en todo el aparato estatal ni, mucho menos, en la actividad privada.

El persistente proceso de democratización de la sociedad argentina, sin lugar a dudas, dará un nuevo salto cualitativo con las próximas elecciones de octubre porque es del todo evidente que el curso iniciado en 2003 será ratificado. En ese curso, el poder corporativo, que se niega a aceptar que los hacedores de la ciencia y la tecnología son, efectivamente, trabajadores, deberá comenzar a aceptar- si es que ya no estuviera dispuesto a hacerlo- que el desarrollo científico no puede ser incompatible con la democracia. El elitismo, vieja rémora que oscurece a la producción social del conocimiento -porque en definitiva es funcional a la apropiación privada de éste- todavía necesita de Vaninas y Juanes para ceder terreno.-

Artículo publicado en el diario BAE

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