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Berta y dos puñados de tierra
Por Carlos Girotti (*)
A cinco años del asesinato de Berta Cáceres, jefa del pueblo lenca de Honduras.
Guadalupe Pérez, la Lupe, que en toda su cubanidad feminista es el monumento viviente a la Matria Grande en Santa Cruz de la Sierra, la recordará siempre porque la hondureña Berta Cáceres, a su paso por las tierras bajas de Bolivia, dejó una estela de mujer indómita.
Aquel 2009, año del golpe de Estado en Honduras contra Mel Zelaya, habría de ser también el año de la recuperación boliviana tras la derrota del golpe cívico prefectural de 2008. Evo, incansable, recorría cada palmo de su país, ya no para consolidar el triunfo en el referéndum constitucional de enero de ese año, sino para galvanizar al MAS frente a las inminentes elecciones generales del 6 de diciembre. Estaba seguro de que ganaría y, no obstante, acudía a cada cita de la campaña electoral como si se tratara de la única oportunidad disponible para hablarle a su pueblo. El 8 de octubre de 2009, en Vallegrande, no habría de ser diferente.
El Encuentro Social Alternativo (ESA), espacio multisectorial nacido en Santa Cruz de la Sierra para disputarle la agenda a la Cumbre Iberoamericana que se realizaría en esa ciudad en noviembre de 2003, ya había organizado cuatro encuentros anuales desde entonces. El quinto encuentro, el de los días 7 y 8 de octubre de 2009, tendría lugar en Vallegrande y Evo hablaría en el acto que, al lado del Mausoleo situado en la antigua pista de aviación, conmemoraría el 42 aniversario de la caída en combate del Che y su posterior fusilamiento en la escuelita de la vecina localidad de La Higuera.
Muy temprano, en la mañana del 8, integrantes de diversas delegaciones nacionales nos dimos cita en el mercado de Vallegrande para subir a La Higuera. Entre los argentinos que puedo recordar estaban Pedro Lanteri, director de Radio Madres; Graciela Orfeo del CEMOP; Carlos Aznárez, director de Resumen Latinoamericano; Lito Borello, del Comedor Los Pibes; Graciela Vetri, Patricia Jeanot, Grazia Civinnini y Ricardo Gené, de Carta Abierta y, desde luego, Berta Cáceres.
En 1993, cuando apenas tenía 20 años, Berta había fundado el Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras, el COPINH. Originaria de la zona de La Esperanza, era parte de una familia perteneciente a la nación lenca, la del heroico cacique Lempira quien, a mediados de la década de 1530, enfrentara a los españoles y fuera asesinado por ellos. Desde muy joven, Berta supo que la lucha por la defensa de las tierras ancestrales estaba indisolublemente ligada a la solidaridad entre los pueblos. De hecho, su madre había atinado a cobijar a decenas de refugiados y perseguidos por los militares salvadoreños sin detenerse ante el riesgo que esta acción implicaba para toda su familia. Al momento del golpe contra Mel Zelaya, Berta Cáceres ya había alcanzado la estatura de una verdadera jefa de su pueblo lenca. Cuando el gobierno usurpador dispuso la concesión de tierras y permisos de explotación de los recursos naturales a empresas extranjeras, ella encabezó de inmediato la resistencia y denunció el atropello a los derechos de los pueblos originarios y la destrucción del medio ambiente. En poco tiempo tuvo que pasar a la clandestinidad y salir de Honduras. En esa condición, invitada especialmente por el ESA, había llegado a Vallegrande cuando apenas mediaban cuatro meses desde la destitución de Zelaya.
De todo eso y, sobre todo, de su inocultable emoción por recorrer ese lugar de Bolivia que lo había visto combatir y morir al Che, me habló durante el viaje a La Higuera. Íbamos en combis por un camino estrecho de montaña que se hacía más peligroso a medida que el barro producido por la lluvia de la madrugada se deslizaba hacia los barrancos que se abrían a un lado de la huella. La entrada a La Higuera la hicimos a pie. Unos doscientos metros antes de la última curva un monolito recuerda que allí cayó mortalmente herido Coco Peredo. Fue tras ese choque con los rangers, que el Che ordenó el repliegue hacia la Quebrada del Churo donde, finalmente, sería herido y, capturado junto con el Willy Cubas, ambos terminarían fusilados en la escuelita.
Azorados, pasamos al lado del busto del Comandante y entramos a la nueva escuela en la que integrantes de la Misión Cubana reciben a los visitantes. El caserío es el mismo de 1967 y lo único que ha variado es la famosa escuelita, reconstruida ahora como museo donde se brinda información y se pueden ver fotos y objetos de la columna guerrillera. Berta y yo ingresamos juntos, en absoluto silencio, y así permanecimos un largo rato. Por fin, ella me pidió que la dejara sola porque quería rezarle, dijo, al San Ernesto de La Higuera. Así lo hice y, mientras la aguardaba afuera, se me dio por recoger un puñado de tierra de la puerta que guardé en la mochila. Quise creer que aquella había sido la última tierra pisada por Ernesto Guevara y me prometí que la convertiría en un legado generacional para mis nietos; de hecho, algunos años después, compré en el Barrio Chino unos cofrecitos de madera barata, pero con cierres dorados, eso sí, y en cada uno dispuse un montoncito de aquella tierra guevariana que ya poseen mis nietos. Entretanto, la bajada hacia Vallegrande se hizo en tiempo récord porque desde el ESA avisaban que Evo adelantaba su llegada.
A un lado de la testera -así denominan a los palcos de los actos en Bolivia- una tensa Gabriela Montaño se paseaba de un lado para el otro sin olvidar el encendido de su cigarrillo perenne. No era para menos, pobre. Durante el golpe, con 32 años, esta joven médica, madre de dos hijas, actuaba como Delegada Presidencial de Evo en Santa Cruz de la Sierra y, con la sola asistencia de su compañero, el argentino Fabian Restivo, y una teniente de policía, “la Mayra” (quien por todo arsenal portaba una anoréxica pistola 9 mm) se enfrentó a las hordas fascistas que avanzaban sobre la capital de los cambas; un año después, ya en el acto de Vallegrande, Gabriela era la candidata a senadora por el MAS y “el Evo” no llegaba. Más cigarrillos.
A mí me ubicaron, en la dichosa testera, al lado de Berta y estoy casi seguro de que el esforzado jefe del protocolo fue Fabian, aunque la Lupe, en la práctica, era la bastonera de toda esa movida. En eso estábamos, acomodándonos en las sillas, cuando el inconfundible atronar del rotor de un helicóptero nos anunció que Evo Morales Ayma se aproximaba. Se trataba de una nave pequeña, para cuatro tripulantes, que daba la impresión, a lo lejos, de ser un artefacto propio del aeromodelismo (por esas cosas de la vida, la imagen de otro helicóptero, en otro octubre, pero de 1997, me llevó a Santa Clara, Cuba, en el momento en que Fidel arribaba a la ceremonia de recepción de los restos del Che en el Memorial que lleva el nombre del Guerrillero Heroico). En Vallegrande, entretanto, la gente corrió en dirección al aterrizaje. Más allá, un auto entró derrapando: era la custodia, transpirada, que había hecho el recorrido por carretera sin tener la certeza de que llegaría a tiempo para cuidar al “hermano Presidente”. La gente agitaba whipalas, banderas bolivianas y las azul y negras del MAS, disponiéndose en un corredor, desde el helicóptero hasta la testera, por donde en instantes pasaría Evo saludando a diestra y siniestra. En ese momento, en ese exacto momento de la algarabía, vi a Berta enjugarse unas lágrimas tan diminutas como brillantes. Hice como que no me había dado cuenta pero ella, conmovida, sujetó mi brazo y ya todo fue pura complicidad.
Con Evo en el palco, los acordes del Himno no se hicieron esperar porque el acto parecía ir contrarreloj. “De la Patria/ el alto nombre/ en glorioso esplendor conservemos/ y en sus aras/ de nuevo juremos/ ¡morir antes que esclavos vivir!/ ¡morir antes que esclavos vivir!/ ¡morir antes que esclavos vivir!”. Berta, al igual que todas y todos los bolivianos presentes -comenzando por el Presidente- se había llevado la mano derecha sobre el corazón y la izquierda, en alto, cerrada en puño. Ese gesto, que desde entonces me acompaña toda vez que los bolivianos entonan su canción patriótica, me une, sobre todo, con la jefa de los lenca pues de ella aprendí que esa era la manera de acompañar a los hermanos y hermanas en lucha.
Habló Berta, en primer término, y describió la situación de su país y de su pueblo con los trazos indelebles del dramatismo. Pasó revista a los prolegómenos del golpe, a la persecución a los dirigentes políticos y sociales que apoyaban al gobierno de Mel Zelaya y se detuvo, con dolor inocultable, en los detalles de la represión salvaje a las comunidades originarias. Denunció, por último, la asociación ilícita entre el gobierno usurpador y las grandes multinacionales que se lanzaban a depredar los recursos naturales de Honduras y a expropiar violentamente las tierras ancestrales de Lempira y su pueblo. En ese momento, cuando la compañera estaba a punto de finalizar su alocución, Evo, casi inaudible pero con el siseo característico del hablar de los aymara, me preguntó al oído si ella, Berta, vivía en Bolivia. Le dije que no, que había salido clandestinamente de su país y que estaba dispuesta a regresar de inmediato tal como ella misma me lo había adelantado. Aquel instante, el del cuchicheo previo al discurso de Evo, lo tengo guardado en una foto que tomó Soledad Del Carril y que, junto a aquellas otras que captó en la lavandería del Hospital Municipal Señor de Malta, donde fuera expuesto el cadáver del Che, son mi anteúltimo recuerdo de Berta Cáceres.
Mi última visión es un restaurante en Santa Cruz de la Sierra. Era la despedida. Berta, siguiendo las normas propias del sigilo y la sabiduría milenaria de su pueblo perseguido, volvería a Honduras. Nuestros amigos bolivianos nos llevaron a comer lo que, juzgaron, sería un plato inolvidable para que luego rememoráramos con amor aquellas jornadas. No se equivocaron. La cola de lagarto, preparada según la cocina camba, queda pegada por siempre en el paladar de la memoria.
En los brindis nos deseamos suerte entre todos, prodigándonos en recomendaciones para tomar cuidados y no subestimar a las derechas del continente. Fue en medio de esas ceremonias del compañerismo y la hermandad que Berta me confesó que lamentaba no haber recogido un puñado de tierra de La Higuera. Le dije que no se preocupara, que entre todos le llevaríamos a Honduras la tierra del Che para que abonara la tierra liberada de sus mayores.
Ni ella ni nosotros imaginamos entonces que, cuando en marzo de 2016 le faltaban dos días para cumplir 42 años, sería asesinada por defender un puñado de tierra, el mismo que habían defendido Lempira y todo el pueblo lenca.-
(*) Secretario de Comunicación de la CTA