Página12

Matarlos a todos

Por Luis Bruschtein

El suicida dejó una nota: “Hay que matar a todos los extremistas”.
Es un cuento mínimo. Si hay que matar a todos los extremistas, el primero que tendría que morir, según esa lógica, sería el que hizo esa afirmación. Y no tan cuento, porque la cabeza de una de las principales fuerzas políticas de Francia, Marine Le Pen, pidió la restauración de la pena de muerte para los extremistas. Aunque crean lo contrario, de esa manera no están pensando “en contra de”, sino “como los” asesinos de Cabú, Wolinski, Charb y todos los demás.

Si es que piensan, porque la acción delirante consiguió que los chistes sobre Mahoma se reprodujeran hasta el infinito en todo el mundo y se conocieran en rincones del planeta donde ni siquiera habían escuchado hablar del profeta. Los asesinos lograron lo contrario de lo que decían buscar y también llenaron de vergüenza al creyente musulmán, que no piensa en guerra ni fanatismos y que se sintió insultado por semejante crimen en su nombre. Para sus parámetros, ellos han sido sus principales enemigos. Si no hubiera sido por ellos, la inmensa mayoría del planeta ni siquiera se hubiera enterado de que existían esos chistes.
La radio del oscuro y enigmático Estado Islámico los calificó de héroes a pesar de haber logrado esta difusión masiva y mundial de los chistes sobre Mahoma. Con esta acción tan oscura y enigmática como ella, los asesinos se referenciaron con esta organización.
El Estado Islámico tiene unos 15 mil combatientes en Siria e Irak. Se calcula que mil de ellos son franceses y otros varios miles son de otras nacionalidades europeas, alemanes, belgas, británicos, italianos y demás. Otros provienen de Pakistán o Turquía. Constituyen un ejército de mayoría no árabe que intenta imponer un califato en el mundo árabe, en el corazón de lo que fuera una de las principales potencias petroleras, financiado por millonarios kuwaitíes, sauditas y qataríes, con la vista gorda de esos gobiernos, que son, a su vez, los principales aliados de Estados Unidos y los países occidentales, que, a su vez, los padecen como enemigos en la guerra. Son aliados en los negocios y enemigos crueles en la guerra. Todo parece un desatino que debe tener algún punto de contacto en algún lado, en territorio de bancos y petroleras.
El fanatismo religioso del Estado Islámico, tan poco cartesiano, tiene un fuerte componente de la descomposición del estado de bienestar y la crisis europea, de la caída de la Unión Soviética y el realineamiento del mundo árabe e islámico alrededor de la hegemonía norteamericana y sus aliados. Empezó como un instrumento para enfrentar y contrarrestar la influencia del que, unos años atrás, estaba considerado el peor enemigo de Occidente, que era el gobierno chiíta iraní, y también se usó para derrocar a los Estados laicos que habían sido aliados de la desaparecida URSS en Irak, Siria, Sudán, Etiopía, Libia, Yemen e incluso Egipto. Todo insuflado por la CIA y disfrazado de primavera. Una primavera que sólo cuajó como tal en Túnez. Todos los demás se sumergieron en sangrientas guerras tribales y religiosas o pasaron a ser gobernados por gobiernos autocráticos medievales.
El fanatismo religioso tiene algún ingrediente que lo hace complementario de la globalización y las nuevas sociedades que produce el neoliberalismo de mercado. No es solamente islámico sino también el fanatismo cristiano que controló gran parte del gobierno de George Bush y el fanatismo religioso judío que tiene cada vez más presencia militarista en el gobierno israelí.
El atentado criminal en Francia tiene una lógica de nueva sociedad, de tensiones explosivas que acumula la dinámica de un capitalismo voraz y depredador sin límite, que pone reglas para que las cumplan los demás, pero que no está dispuesto a respetar. La violencia religiosa tiene la misma raíz que la violencia narco. Los crímenes en Charlie Hebdo se produjeron cuando todavía no se borraba el recuerdo de los 43 adolescentes asesinados en México. El mismo absurdo, la misma barbarie, la misma incongruencia deshumanizada. Son formas nuevas de violencia exponencial, sin reparos, que cosifican a las víctimas y que no buscan una reivindicación social o política, pero que están expresando consecuencias, subproductos, que fue generando este nuevo orden mundial.
El dinero del narcotráfico tiene el volumen del PBI de varios países. La DEA reconoce que serían unos 500 mil millones de dólares al año, lo que la ubicaría en el PBI 20 del mundo. Son fortunas prácticamente inocultables, que solamente podrían pasar más o menos desapercibidas entre fortunas similares, aquellos rincones donde existan las mismas cantidades de dinero, como fondos de inversión o grandes bancos. El dinero es el dinero, este nuevo orden económico internacional acepta prácticas usurarias y desleales como las de los fondos buitre. Sin reglas de juego, no tendría por qué rechazar esa cantidad infernal de plata que proviene del narcotráfico. Es una cantidad tan enorme que no podría circular por economías negras, paralelas o ilegales. El dinero del narcotráfico circula necesariamente y de alguna manera por la economía legal planetaria. Al mismo tiempo que genera así grandes ganancias para las economías centrales, las va destruyendo desde dentro. Otra vez se trata del gran socio comercial, pero el enemigo en algún lugar, como el Estado Islámico. Y los ejércitos en campaña, como el del Estado Islámico, no se alimentan del aire ni obtienen su armamento por arte de magia. Hay grandes bancos que mueven dinero del petróleo, del narco y de la industria armamentística, que los financian y que hacen negocios en fondos de inversión, algunos de los cuales operan también para la destrucción de la economía de otros países, como sucede con los fondos buitre y la Argentina. Por debajo de esas elites económicas están las guerras y los fanatismos inducidos, los carteles de la droga y sociedades vulnerables que sacrifican a sus adolescentes pobres en ese holocausto.
El futuro que promueve este nuevo orden económico internacional son sociedades con grandes desigualdades, con gran concentración del capital y con sus elites aisladas en burbujas de riqueza. México se acerca peligrosamente a ese futuro, al igual que gran parte del mundo árabe. La declinación de Europa la ubicó también en una zona sensible de ese proceso de destrucción. Las explosiones de un nivel inaudito de violencia ni siquiera buscan la transformación de ese mundo para pocos. Estas nuevas sociedades les exigen abundancia a los jóvenes como único sentido de la vida, pero les ofrecen austeridad o pobreza. El espejismo del narcotráfico los atrae con una vida corta pero abundante. Y el fanatismo religioso les asegura la abundancia, pero en otra vida.
Las formas de violencia como la que segó las vidas de los adolescentes en México o de los humoristas en Francia ni siquiera se plantean –aunque fuera en forma equivocada– transformar las sociedades que han llevado a sus protagonistas a esas situaciones de víctimas o victimarios.
Las elites se sienten fuera del alcance de estos fenómenos del narcotráfico y los fanatismos religiosos. La profundización de la desigualdad va a generar grandes zonas donde estas formas de violencia serán crónicas porque no implican riesgo para las estructuras de injusticia que las originan, traspapelan el conflicto social y obstaculizan las políticas de cambio que puedan impulsar movimientos políticos populares, como los que aparecieron en América latina.
La gran batalla para evitar ese futuro apocalíptico no estará solamente en derrotar al narco y a los fanáticos, sino que se dará en el escenario interno de cada país, pero fundamentalmente en el plano internacional, para transformar los parámetros que se impusieron en una economía que, por primera vez en la historia de la humanidad, abarca a todo el planeta.