, por Raul Dellatorre

Del taller clandestino a la gran vidriera

Página 12

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Cómo es la estructura del negocio más rentable y vergonzoso, que funciona en la ciudad más rica del país y que esta semana se cobró la vida de dos criaturas. Dos mil talleres clandestinos con 20 mil costureros sometidos a condiciones infrahumanas.

La entrada que corresponde a la propiedad de Páez 2796 está tapiada. Da a un local de esquina, con persianas permanentemente cerradas sobre la ochava y un ventanal sobre la misma calle. Junto a la puerta tapiada, hay otra que sí permite acceder.

En la misma manzana, o calle mediante, funcionarían al menos otros tres talleres clandestinos, según diversas denuncias, como el que existía en la esquina de Páez y Terrada hasta que un incendio, el último lunes, terminó con la actividad ilegal y con la vida de dos criaturas hacinadas en el lugar, Orlando y Rodrigo Camacho. A un par de cuadras, señala otro denunciante, existe un enorme depósito en el que por las madrugadas ingresan camiones y descargan containers con los rollos de tela que luego serán utilizados en los talleres circundantes.

A pocos metros, los vecinos vieron descender de vehículos de carga e ingresar gigantescos lavarropas industriales. A los pocos días, empezaron a notar la pérdida de presión de agua en sus domicilios, lo que los obligó a instalar bombas para poder seguir teniendo agua disponible.

Así como en esta zona del barrio de Flores, ubicada a no más de tres cuadras del cruce de las avenidas Gaona y Nazca, existen centenares de instalaciones clandestinas en la ciudad de Buenos Aires que realizan tareas de lavado, corte y costura de prendas que suelen llegar al comercio con la etiqueta de las principales marcas del rubro. Detrás de esos muros, se mantiene a gente hacinada, explotada, mal alimentada y mal paga, sometida a condiciones de encierro y esclavitud para realizar su “trabajo” sin la menor existencia o respeto a derecho alguno. Esta figura delictiva tiene un nombre legal: “trata de personas con fines de explotación laboral”, o bien “reducción a servidumbre”.

La masividad del fenómeno tiene dos explicaciones básicas: el abuso de grandes empresas para “reducir costos de producción” (eufemismo para explicar lo que en realidad es explotación salvaje) y la ineptitud de las autoridades (en este caso, el Gobierno de la Ciudad) para perseguir a los responsables e impedirlo.

El mecanismo de los talleres de costura clandestino no es nuevo, aunque con el tiempo parece haberse “perfeccionado”, según refieren distintos actores que siguen el tema. Explican que el manejo operativo del negocio se ha ido concentrando para hacerlo “más funcional” a los intereses que están por encima.

“Ya en la época de Aníbal Ibarra se conocía la existencia de estos talleres de costura clandestinos”, relata Edgardo Castro, inspector de la Subsecretaría de Trabajo de la Ciudad, que viene dando pelea por terminar con la impunidad en la actividad. “Hubo una primera oleada de explotación a trabajadores bolivianos, que eran reclutados en su país y traídos engañados para terminar haciendo trabajo esclavo en estos talleres, usualmente a las órdenes de personas de origen coreano”, relata Castro, quien ya en ese período (2000 a 2006) se ocupaba de este tipo de inspecciones. “Los talleres estaban equipados con máquinas que provenían, generalmente, de fábricas textiles desmanteladas en los ’90”, agrega. Adquiridas en remate, terminaron completando el ciclo perverso: de la desindustrialización del país a la explotación salvaje de la mano de obra.

En esos años iniciales del siglo se desarrolló una tarea de control que derivó, en algunos casos, en la legalización de las instalaciones o en su clausura. Varios de los que corrieron este último destino, se sabe, terminaron desplazándose hacia la provincia de Buenos Aires para seguir en la actividad clandestina. Pero se sospecha que el ciclo de cierre de talleres y apertura de otros en similares condiciones de ilegalidad jamás se interrumpió. La primera novedad estuvo dada por la sustitución de los ex “responsables” del manejo de esos talleres, antes coreanos, por nuevos operadores en el mismo servicio, pero de origen boliviano. Es decir, bolivianos que ahora explotan a personas de su mismo origen.
El nuevo orden

Con el cambio de mando en la Ciudad y la llegada del macrismo, la novedad “verificable”, según subraya Edgardo Castro, fue el relajamiento de los controles. Menos inspectores en la calle, menos acciones judiciales para impulsar los allanamientos y, en consecuencia, menos cierre de talleres clandestinos.

Distintas fuentes consultadas –algunas vinculadas a la asociación La Alameda, principal denunciante de esta forma de explotación en la Ciudad– coincidieron en que, junto a la menor presencia del control del Estado, también cambió la modalidad de organización del trabajo. Unos hablan de “una organización más concentrada” de los centenares de talleres de costura que existen en la ciudad (se llega a afirmar que suman entre dos mil y tres mil). Otros mencionan una “protección coordinada” entre distintas organizaciones que manejan, cada una, varios locales clandestinos. Pero lo que surge más claro es que no hay competencia entre los distintos grupos de talleres, cada uno a cargo de un referente o “capanga” (así los llaman en la jerga interna), sino que hay coordinación entre las tareas que cumplen. Es decir, se ponen de acuerdo o “no se pisan” respecto a qué parte del mercado abastece cada uno.

La costura es la última etapa de fabricación de la prenda. Es decir, del taller clandestino sale la prenda terminada. Usualmente, al establecimiento llegan los cortes de tela ya lavados y teñidos para su confección final. Entre las distintas etapas, la del costurero es la que requiere de mayor trabajo manual. De allí que importe tanto, para bajar los costos, que esta tarea se haga de manera irregular, sin respetar derechos del trabajador, salarios mínimos, de aportes patronales, de condiciones del lugar de tareas y, muchos menos, de higiene y seguridad.
Cadena de encubrimiento

La Alameda ha denunciado que por lo menos 130 marcas, entre las más conocidas de ropa de confección, utilizan los talleres clandestinos para abaratar su cadena de producción. Pero lo que afirman en la actividad es que esta relación nunca es directa: la marca líder contrata la confección con una empresa intermediaria que es, a su vez, la que encarga el trabajo a los talleres clndestinos. “La empresa tercerizada es la que le factura a la gran empresa de ropa de marca como si hiciera el trabajo por sí misma: es la que compra la tela, encarga su lavado, teñido, puede que haga por sí misma los cortes, y después lo manda a costura al taller. Si la prenda sale de costo total 100 pesos, seguro que al trabajador que la cosió no le dieron más de 3 pesos por prenda. Y a la vidriera del shopping puede llegar a 1000 o 1500 pesos”, describió Ezequiel Conde, delegado de una gran empresa del rubro a la cual denunció ante los tribunales por estas prácticas, pero sin llegar a conmover al magistrado. Estas firmas “tercerizadas” serían, en este esquema, la clave del circuito, en tanto “legalizan” el proceso de producción.

La mayor concentración de estos talleres clandestinos en la ciudad de Buenos Aires se da en los barrios de Flores, Floresta y un poco más al sudoeste, incluida una zona de asentamientos. La zona coincide con el lugar en que fueron asentándose la comunidad coreana primero, y la boliviana después. El reclamo de justicia no pasa por discriminar a estos trabajadores inmigrantes, subrayan los denunciantes, sino por defender sus derechos contra una explotación salvaje a la que se los somete, por puro beneficio económico para un puñado de empresas. Tanto el taller clandestino de Páez al 2700, como otras decenas de domicilios de localización de instalaciones similares, fueron denunciados en diversas oportunidades por las organizaciones que siguen estos casos, como la que conduce Gustavo Vera. Pero en forma igualmente reiterada, tanto la Subsecretaría de Trabajo de la Ciudad, a cargo de Ezequiel Sabor, como la Dirección General de Protección del Trabajo, que conduce Fernando Macchi, se justifican señalando que no tienen elementos para proceder. En el caso del taller siniestrado el lunes, que les costó la vida a dos chicos hijos de inmigrantes bolivianos, su existencia estaba denunciada por “trata de personas” en septiembre de 2014.

La respuesta de la subsecretaría, en noviembre último, fue que la repartición “no registra inspecciones” hechas en ese domicilio. Por lo tanto, desconocía si existía o no trata de personas con fines de explotación laboral. Tampoco mandó inspecciones con posterioridad para verificarlo. Ante la inoperancia oficial, esta semana, fue la catástrofe la que derribó la puerta.