Lo conocí en el oscuro locutorio de la cárcel de Caseros, una tarde muy fría del año 81. Entró caminando muy despacio, acompañado por un guardia del servicio penitenciario que le indicó dónde sentarse: un taburete incómodo, frente al vidrio que nos separaba y que impidió el apretón de manos. (...)
El temblor de Octavio